CULTURA
Michael de Alba
Estos son cinco de los escritos más destacados de la literatura mexicana del siglo XX, que gracias a la UNAM,podremos disfrutar de manera gratuita para honrar el género.Hablamos de una selección de relatos que ocurren en dimensiones similares, representadas por escritores y escritoras que marcaron para siempre el panorama de las letras.
La noche del féretro – Francisco Tario
Francisco Peláez Vega nació en la ciudad de México en 1911 y murió en Madrid en 1977, pero a Francisco Tario, nadie lo ha podido aún enterrar: el alter ego literario sobrevive a través de su obra. Con humor desvergonzado, este espectro deambula por territorios de ultratumba en un constante diálogo con la muerte.
“Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge que nos deparará la suerte”.
El huésped – Amparo Dávila
Tras la muerte de Amparo Dávila en 2020, nos queda su voz de narradora subterránea. Nació en Pinos, Zacatecas, en 1928 y siendo una niña su familia se trasladó a San Luis Potosí. Amparo se marcharía de ahí a los 26 años para llegar a la capital, en donde se convirtió en una de las cuentistas más notables de la segunda mitad del siglo XX.
Su primer libro de cuentos Tiempo destrozado (1959), lo dedicó al hombre que le dijo que fracasaría por carecer de talento. “A mi padre”.
“Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer”.
La cena – Alfonso Reyes
Resulta difícil elegir un aspecto para abordar la figura mítica de Alfonso Reyes. Nació en Monterrey en 1889 y murió en 1959 en la Ciudad de México. La suya fue la vida que llevaría un polifacético del culto a la palabra: diplomático, director de la Academia Mexicana de la Lengua, participe del Ateneo de la Juventud, pero sobre todos sus matices, escritor infatigable.
Su pluma, que usualmente refería al pensamiento occidental de la Grecia antigua, fue tan camaleónica como él.
“La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida. Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones”.
Las mariposas nocturnas – Inés Arredondo
El recuerdo de Inés Arredondo vive en quienes la consideran una de las mejores cuentistas mexicanas y otras más quienes menosprecian su prosa. La escritora que nació en Sinaloa en 1928 y murió en la Ciudad de México en 1989, es poseedora de una obra que retrata las costumbres mexicanas de los años sesenta y las reglas morales que las envolvían.
“Lía en medio de la habitación, complacientemente desnuda. Su cuerpo, blanco, resplandecía de una belleza perfecta y misteriosa. Don Hernán sacó el gran cofre que estaba en la caja fuerte y comenzó a ponerle una gargantilla de rubíes, luego fue combinando, lentamente, perlas, zafiros, esmeraldas. A veces algo no le gustaba y cambiaba por otro collar, hasta cubrirle el pecho, y luego la cintura, hasta el sexo”.
La migala – Juan José Arreola
“El último de los juglares”, Juan José Arreola, podía hilvanar en su obra el misterio de lo fantástico y la simplicidad de lo cotidiano. Nació en Jalisco en 1918 y falleció en su mismo estado natal en 2001. Fue prosista, ensayista, editor, conferencista, promotor de la cultura, y dicen sus amigos, un gran conversador.
“Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres”