La humanidad tiene tiempo mirando las estrellas, quizás el mismo que el que ha pasado tratando de responder, qué rayos es la realidad.
Las respuestas han sido múltiples desde la ciencia, la ficción y la fe; desde la creación literaria, las profecías vistas entre sueños y la investigación. Siempre nos hemos preguntado sobre lo que es real y lo que no, dándole peso a ciertas versiones que consideramos más creíbles, sólidas, o que nos reconfortan de una mejor forma, buscando sentirnos seguros creando nuestra propia versión de la realidad y negando todo lo que no se le parezca.
Una forma de construir la realidad ha sido nombrar todo lo que nos rodea, y buscar una explicación al origen y naturaleza del mundo.
Los griegos integraron la divinidad en la existencia misma. Todo lo que ocurría era producto de los dioses, tenía una historia que explicaba el por qué, un mito que le daba peso y significado a aquellos impulsos naturales o sobrenaturales de la vida.
Desde la explicación de la aureola solar, que viajaba todos los días en una carroza divina conducida por Helios rumbo al océano, hasta el origen del nombre de una hermosa flor en forma de trompeta que reposaba junto al río, así se construyeron respuestas para todo.
Sin negar lo anterior acerca de las explicaciones del mundo en un marco amplio, en sí, qué es la realidad sino un cúmulo de impulsos nerviosos producidos por los sentidos.
El tacto que sentimos al dar una caricia, un beso; caminar descalzos y tocar la tierra húmeda; comernos alguna fruta y sentir su textura al morderla, el líquido desprendiéndose hacia nuestras papilas gustativas; almacenarlo todo en el recuerdo.
Así como la otra cara de la moneda: vivir el miedo de quemarnos las manos con una plancha, las abundantes historias que guarda la piel en forma de cicatrices, y las que permanecen aparentemente invisibles en nuestra memoria.
Los sentidos y la información que recibimos van constituyendo la realidad, y con ello el peso, tamaño y profundidad que la conforman.
Todo se complica, extrañamente, con la llegada de la tecnología. Por un lado vuelve la comunicación instantánea, pero por otro, le quita peso al mensaje, volviéndolo en múltiples ocasiones como si fuera cualquier cosa.
La inmediatez se veía como algo imposible en el siglo pasado, cuando las cartas eran el método más común para comunicarse, que convertían la espera en suplicio. La tortura de buscar en el buzón la llegada de una respuesta.
Al día de hoy no hay nada con más información que algo que podamos disfrutar con la mayoría de nuestros sentidos. Eso es lo que significa una carta cuando la sentimos con nuestras manos, y sujetamos con fuerza las palabras que leemos con la voz de autoría, cuando marcamos con lágrimas las hojas, si es que se nos desbordó el corazón.
Lo anterior, de igual forma ocurre con los detalles que registramos con una llamada telefónica, o más aún, viéndonos en persona. Cada vez tenemos más formas acercarnos a los demás, pero las nuevas generaciones tienen menos ganas de hacerlo.
Byung Chul Han, filósofo surcoreano, describe el ahora de la humanidad como una fase debilitada de la comunicación, por el hecho de que hemos dejado de ocupar todos nuestros sentidos.
El mundo digital nos ha quitado de cierta forma la posibilidad de interpretar los millones de datos que nuestra mente capturaba y procesaba para formar aquello que llamamos realidad; porque lo virtual no pesa, no huele, no tiene ningún sabor, pero existe en un plano inmediato que no podemos ni siquiera sentir.
Sólo recibimos el eco impostor de algo que no está con nosotros; caricias que de forma estricta podríamos decir que no existen.
El autoengaño que causa estar aparentemente en tantos lugares, sin siquiera poner un pie fuera de nuestra cama; sin poder sentir el aire frío de aquel bosque golpear nuestro rostro, o los rayos del sol que alguien más disfruta; comer ciertos platillos, o probar aquellas bebidas que presume la gente en redes sociales.
Voyerismo digital. Llenarnos de placer con tan sólo observar el mundo que está afuera de la Matrix.
Al día de hoy, la realidad virtual imposta dos de nuestros sentidos, lo que vemos y oímos. Pero, qué pasaría si estuviéramos cerca de lograr una experiencia inmersiva, donde todo lo que pasara en la virtualidad, dolor o placer, pudiéramos sentirlo.
Este mundo futurista es explorado un poco en la novela japonesa, Sword Art Online, ambientada en el año 2022, que nos presenta una tecnología capaz de estimular nuestros cinco sentidos, arrojándonos información suficiente como para hacerle creer a nuestro cerebro que lo que pasa es real.
En esta ficción podemos ver a miles de personas darse cuenta, después de haber ingresado en este mundo virtual, que no podían desconectarse hasta terminar los cien pisos del videojuego, sabiendo que esto representaba que sus cuerpos permanecerían inertes mientras su mente deambulaba por los niveles, corriendo el riesgo de morir si perdían su única vida en dicho trayecto.
Quitando el drama propuesto por la novela japonesa, surgen preguntas obligadas, una de ellas versa en qué tanto ayudaría esta tecnología a nuestras relaciones interpersonales; otra, respecto a ese momento tecnológico, qué otra diferencia habría entre la realidad y la realidad virtual aparte de cuántos millones de terabytes de diferencia hay entre una y otra.
Así, la duda martilla con fuerza, sobre si esto serviría para conectarnos más entre nosotros, o estaríamos haciendo lo mismo que venimos arrastrando con cada tecnología nueva que llega, que, aunque aparentemos lo contrario, terminamos por alejarnos cada vez más entre nosotros y nuestros sentidos.
Quizás terminemos en una inmersión profunda en la virtualidad, sin preguntarnos siquiera qué habrá pasado con el mundo que nos rodea.
Datos del autor:
Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana
Consultor Político y de Comunicación/ Humanista/ Escritor y poeta/ diletante de la fotografía.