Por: JAFET RODRIGO CORTÉS SOSA
Actualmente la humanidad vive una etapa limitada de la comunicación; hemos dejado en gran medida de ocupar todos nuestros sentidos. Tomando en cuenta lo anterior podemos vislumbrar un camino bastante peligroso para todos.
Cada vez y en mayor medida, las personas buscan hablar menos sobre sus sentimientos y emociones. Es más común que la gente mantenga constipado en su pecho, ese sentir que les aprieta y saca el aire en cantidades diarias insanas.
Guardan bilis negra en delicadas vasijas de cristal, tanta que se va colmando cada vez más, hasta que por fin explotar en mil pedazos dentro de nosotros, llevándose entre el vidrio y el fluido oscuro nuestra salud emocional.
No es que no hablemos, sino que cada vez con menos frecuencia nos comunicamos, externando la verdad sobre lo que pasa. Esa verdad que debe de estar compuesta por un 99.9 por ciento de sinceridad, para quitarle suficiente filo y que no podamos hacernos daño mortal o lastimar a los demás.
Pertenecemos a una sociedad de mudos: Familias que no se hablan ni siquiera viviendo en la misma casa, parejas que realmente no se conocen, amistades de oropel que no tienen una preocupación genuina por la vida y el destino del otro; sentimientos y emociones que enterramos a unos cuantos metros de profundidad, con dos o tres paladas de tierra, sin cubrirlos por completo.
A la vista de todos somos personas distintas -hasta a veces sonriendo-, con esas tristezas que decidimos cargar solos, sin confiar en alguien más, sentenciamos que nadie va poder ayudar a cargar las pesadas lozas que llevamos en la espalda, las lápidas funestas.
En realidad la gente que nos ama, podría con su cariño y apoyo, darnos la posibilidad de aligerar el viaje, sencillamente acompañándonos, no soltándonos a las primeras de cambio, escuchándonos.
No solo pertenecemos a una sociedad de mudos, sino también de sordos. No escuchamos porque nuestro ego nos hace taparnos los oídos; buscamos monólogos y evitamos el diálogo; creemos tan importante lo que pensamos, que dejamos de creer que es importante lo que los otros piensan acerca de eso que pensamos.
En ciertas ocasiones callamos por miedo al rechazo, porque nos enseñaron que vernos diferentes era algo malo. Callamos para ocultar la verdad que nos pesa y sentirnos fuertes e invulnerables, aunque en realidad nos sintamos tan distintos a esto. Máscaras de cristal que cargamos con tanta frecuencia.
Callamos por miedo, pero hablamos para protegernos. Gesticulamos ideas que no creemos realmente para convivir en la “normalidad”, asestamos comentarios que violentan y hieren buscando que no nos hagan más daño.
Nos volvemos incapaces de reconocer el daño que podemos cometer, no nos hacemos responsables de nuestras acciones y nuestras palabras, cuando estas se convierten en puñales, espinas o dagas. Tratamos a toda costa de darle la vuelta a la situación con tal de no reconocer nuestra porción de culpa.
No nos hacemos responsables de lo que hacemos, mucho menos de lo que decimos, que en múltiples ocasiones daña a otros, causando heridas que les desangran gota a gota; que les pueden llegar a matar.
Reprimimos lo que en verdad sentimos, mientras creemos que poniéndonos una, dos o más de tres máscaras en la vida real o en redes sociales, y publicar una, dos o más de tres mentiras, podremos dormir tranquilos esta vez. En sí, un performance más, que no nos termina por ayudar.
Callamos, y lo que sí decimos, suele tomar forma de reclamos, ofensas o calumnias. En ciertas ocasiones aprovechamos el momento para vaciar todo lo que habíamos guardado; entramos en el juego de la violencia que practicamos sobre los otros, presumiendo lo que hemos hecho por ellos desde nuestra magnanimidad de “ayudar” y ser “buenas personas”; o utilizamos secretos que nos confirieron guardar, sacándolos sin ningún escrúpulo, hiriendo de muerte, con tal de ganar la batalla del ego.
¿Por qué callamos?, ¿por qué es tan complicado externar lo que sentimos?; ¿por qué es tan difícil agradecer?; por qué es tan difícil pedir perdón; por qué es tan difícil confiar de nuevo después de la última traición.
Es muy distinto hablar de la palabra que de la voz. La segunda hace referencia al proceso mecánico que realizan las cuerdas bucales para emitir sonidos, y lingüísticamente, comunicar cuestiones elementales; la primera toma como referencia la construcción de la realidad, la palabra tiene la profundidad suficiente como para salvar vidas, quitarlas, mover espíritus o despertar revoluciones.
En esta sociedad de mudos y sordos, la voz es lo que ha sobrado y la palabra ha muerto de a poco, al ahogarse entre el ruido apabullante del mundo, que ha tapado con un velo el valor del diálogo; lo maravilloso de que prevalezca lo auténtico; las propiedades curativas que tiene el hablar sobre lo que nos sucede; y lo reconfortante que es escuchar activamente y ser escuchados.
Tenemos que estar atentos a nuestros sentidos, cambiar de rumbo. Si continuamos por ese oscuro camino, quizás, el día de mañana, no encontremos ningún retorno.
Entre mudos y sordos, también hemos sido ciegos por convicción de serlo, por la comodidad que tiene alejarse de la responsabilidad de cambio, de hacer como que no vemos todas las problemáticas que tenemos enfrente y atrás nuestro; aquella responsabilidad que nos conmine a todos, a empezar a hablar con las manos y enmudecer por completo nuestras lenguas. Actuar.
Datos del autor:
Licenciado en Derecho por la Universidad Veracruzana
Consultor Político y de Comunicación/ Municipalista/ Humanista/ Escritor y poeta/ diletante de la fotografía.
Xalapa, Veracruz; México / Twitter e Instagram: @JAFETcs / Facebook: Jafet Cortés