La realidad es irrebatible. Incuestionable. Aplastante. En el actual proceso electoral que vivimos en México, las ideologías y principios de los partidos políticos son instrumentos anticuados e inservibles. Ningún candidato los invoca porque para la inmensa mayoría de los mexicanos son letra muerta. Jamás han servido para guiar la toma de decisiones de los gobernantes en turno.
Por consiguiente, en el proceso electoral 2018, en el cual los mexicanos elegirán nuevo presidente de la república, el voto de los ciudadanos dependerá de la confianza y credibilidad que los candidatos, en sus mensajes y propuestas, logren trasmitir durante sus campañas.
Y dependerá, sobre todo, de la personalidad que los ciudadanos, en su interior, se formen de José Antonio Meade, Margarita Zavala, Ricardo Anaya, Andrés Manuel López Obrador y de Jaime Rodríguez Elías.
Puede anticiparse de antemano que la mayoría de los mexicanos favorecerá a uno de tres de esos cinco: Meade, Anaya o López.
Por ello, vale la pena recapacitar ahora, después de 15 días de campaña, en qué imagen se ha ido formando la gente de esos tres candidatos.
José Antonio Meade, a juicio de la gente, es un hombre limpio, honesto, bien intencionado, con una vasta experiencia en el servicio público y sin el menos indicio de haberse involucrado en corruptelas para obtener riquezas económicas. Es un político que trasmite en su rostro, en su mirada, en su sonrisa, honorabilidad y respeto.
Ricardo Anaya Cortés ha demostrado, y sin duda la gente ya lo percibió, es un joven político muy ambicioso, dispuesto a todo para alcanzar sus metas. Llegó a la candidatura de la coalición Por México al Frente atropellando a todos los que se le pusieron enfrente, compañeros y aliados. Y su apetito de poder lo llevarían a supeditar los intereses de México a los personales.
Andrés Manuel López Obrador, con más de 50 años en la política, es un costal de mañas; un cacique intransigente e
impositivo, incapaz de respetar la división de poderes. El Peje no quiere gobernar democráticamente a México. Quiere ser emperador, un césar moderno que imponga a todos, ciudadanos e instituciones, su voluntad soberana. Así lo ve la gente. Lo identifica como un dictador y, como se le calificó en el pasado reciente, como un peligro para México.